Días de cine que nunca se olvidan
Decía Quevedo que lo que uno aprende en la juventud dura toda la vida. Cuando somos pequeños ninguno tenemos claro qué queremos hacer en el futuro, ni qué nos gusta realmente, ni siquiera sabemos qué sentido tiene lo que nos enseñan en la escuela. Es natural que sea así, y es normal que nuestra única misión sea la de divertirnos. Seguramente por eso me enganché al cine desde cría y sigo conservando la misma pasión por él, porque lo asocio desde siempre a pura diversión y aprendizaje. Todo comenzó un sábado de otoño, quizá por 2006, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Mis padres me inscribieron en un taller de cine impartido por un grupo de profesionales del sector audiovisual que se habían unido para dar clase dos horas a la semana a niños y adolescentes. Al principio me pareció una marcianada, porque lo más normal era apuntarse a algún deporte, al conservatorio, a baile, a un sinfín de actividades que no se salían de lo normal y corriente. Esto era distinto a todo lo que conocía o había oído hablar hasta entonces.
Estábamos rodeados de cámaras que nos costaba sostener de lo grandes que nos parecían, pero también de cuadernos con muchas cuadrículas que los mayores llamaban “la agenda del Ayudante de Dirección”, y así suma y sigue. Creo recordar que éramos unos veinte alumnos, de edades entre los once y los catorce años, que hicimos una piña increíble en muy poco tiempo. Eso fue lo primero que aprendí del cine, y lo que destacaría como su principal virtud: el trabajo en equipo que se vuelve casi familia. Las risas eran continuas, las trastadas también, y sobre todo el apoyo constante nos ayudó a disfrutar como enanos, que al fin y al cabo era lo que éramos entonces. No nos dimos cuenta de lo mucho que aprendimos en esos años porque las mejores cosas de la vida suelen ocurrir así, sin que uno las planee ni las evalúe. Pero lo cierto es que aprendimos muchísimas cosas que seguimos conservando a día de hoy y nos han marcado.
El cine es una ventana que te permite soñar con nuevos horizontes, y lo mejor es que uno lo va descubriendo con el paso del tiempo. A mí me sirvió como inspiración para escribir mejor los guiones, porque una de las actividades que desarrollábamos era imaginar historias y plasmarlas en el papel. Pero también para creer en mí y desarrollar mi potencial creativo, porque el taller no me exigía encasillarme en algo concreto ni rígido, ni me ponía notas como si estuviera en un examen, ni siquiera había puntos que determinasen si ganaba o perdía, como sucede normalmente en cualquier partido de tenis o de fútbol, sino que me daba alas y sobre todo libertad para que dejara volar mi imaginación y disfrutase en el proceso con el resto de mis compañeros.
Recuerdo con especial cariño los rodajes, el momento en el que cristalizaba el sentido de nuestros guiones. El ambiente que se creaba, aquel silencio previo a escuchar “¡Acción!” y cómo, cuando llegaba el que llevaba la cámara decía “Grabando”, todos nos metíamos de lleno en aquella historia ficticia como si fuera lo más importante del mundo, porque realmente, para nosotros, y aunque apenas durase unos minutos, lo era. En aquellos años en el taller de cine muchos descubrimos conceptos como el compromiso con lo que te gusta, el esfuerzo y las ganas por desarrollar una vocación compartida. Este taller de cine también fue determinante para encaminar mis estudios universitarios, pero no me quedo solo en el ámbito académico, sino que también quiero destacar la importancia del bagaje cultural como el acompañante que siempre está ahí.
Estoy convencida que la educación artística es clave para desarrollar una sensibilidad especial y poder canalizar nuestras emociones de una forma mucho más sana. Pienso en las numerosas ocasiones en las que me he olvidado de todos los problemas viendo una historia en una sala de cine y he salido con un humor completamente diferente con el que entré. Pienso también en las conversaciones compartidas con tanta gente sobre películas, sobre directores, sobre guiones, y en lo interesante que es ver cómo cada uno las interpreta de forma tan diferente. A menudo hablamos de la cultura como algo residual, cuando es una de las cosas más valiosas de una sociedad, porque es lo que nos hace crecer, compartir, aprender y disfrutar. Todos tenemos algunas experiencias que nos cambiaron la vida, una de las mías estará siempre en aquel taller de cine para niños, en la quinta planta del Círculo de Bellas Artes de Madrid, en la sala María Zambrano.
Lucía Tolosa (Madrid, 1993) es periodista y escribe de política, sociedad y cultura. Ha trabajado en la Cadena SER y en EL PAÍS, y también ha sido colaboradora de EL SALTO DIARIO, de suplementos culturales y de medios digitales como Miradas de cine o FantasticMag. Actualmente escribe en El Confidencial, en la revista Ethic, y en el medio francés «Grand Continent».